lunes, 13 de octubre de 2008

En las aguas de Leteo

Nunca llegué a saber si se encerró en el desván de los recuerdos y echó la llave por dentro, o se guardó las caricias para sus sueños y nos dejó a cambio una mirada adornada con un gesto de paraje yermo. Sólo sé que un día, cuando la luz del atardecer prolongaba la sombra de su figura sentado en la silla de ruedas, vi por primera vez cómo los pájaros se posaron en su cabeza y no dejaron de hacerlo durante el resto del verano. Y así, mientras el niño jugaba a su lado sentado en el suelo, sentí que sus dos mundos de silencio se cruzaban sin mirarse con la indiferencia tan cálida y natural que la vida dispone y que en nuestras manos acaba por convertirse en un arma gélida.
Allí, bajo las ramas del árbol de las cenizas, poco a poco se fue transformando en otro tronco casi centenario, y como si se tratase de dos viejos amigos que ya no tienen nada que contarse y han traspasado la barrera de las palabras, uno al lado del otro, se fueron adentrando en el mundo de la silenciosa quietud por la senda de lo inevitable, mientras los demás intentábamos aprender a poner la sonrisa de las ausencias.
Se nos fue, el otoño se lo llevó, sin un gesto, aunque yo quise dibujar en mi imaginación una última sonrisa que endulzara el recuerdo. Por debajo de mis lágrimas de invierno, junto al viejo árbol de las cenizas, empecé a comprender que no hay horizontes para el camino ni destino para el viajero, que el instante es el río sobre el que se desliza nuestra vida y que aquello que dejamos atrás y todo lo que nos espera en el fondo son los abismos de la nada.
Desde entonces, cada mañana me acerco al viejo árbol, paso mis dedos por su corteza, cierro los ojos y dejo que sus ramas moribundas acunen durante unos instantes mis pensamientos. Así, lentamente, lejos de lo que aún no es y de lo que ya no está me voy sumergiendo en las cálidas aguas del ahora mientras la corriente, ni arrogante ni caritativa, sigue su curso…
A veces, en lo más alto del trapecio de la osadía, jugamos a ser la roca desafiante ante el torrente, nos sentimos poderosos, casi perpetuos, pero en realidad no somos mucho más que el simple destello fugaz de la sonrisa de un niño de arena.

martes, 23 de septiembre de 2008

A la hora de la siesta

La vida es un campo de entrenamiento cuyo objetivo es intentar ser capaz de llegar a ser niño una vez que ya has dejado de serlo.

"Cuanta más gente conozco más quiero a mi perro" (intentaré conocer a muchos perros para ver si me ocurre lo contrario).

Tengo que reconocerlo, la peor frase que te pueden decir es "podemos ser amigos", por muchos motivos, pero especialmente porque la amistad se da o no se da, nunca se planifica.

Los pensamientos muchas veces son como un bumerán que uno no lanzó pero que aun así vuelve cargado de problemas que en realidad nunca lo fueron.