sábado, 12 de junio de 2010

Espejo sin reflejo

Dos gatos sigilosos por el salón y un hámster temeroso en su jaula, una mano bien fría saca de la nevera una cerveza caliente, en la azotea ondean las sábanas blancas de la rendición y la paloma de la paz se caga en ellas.
Unos adolescentes trituran la pasión en un banco desinteresado, se crea una comisión de asuntos internos al tres por ciento en un patio de vecinos, y arriba, en la habitación de recién olvidados, se consuma el divorcio y se reparten los peores males de los bienes.
Hay nueva antena para disimular la soledad del ático, la viuda rompe el luto y se junta con el portero suplente de la finca, no quedan entradas para la gran final de resbalón sobre hielo, las ventas se disparan ante el suicidio del último ganadero y, confirmado, Benji lesión de ligamentos.
Vuelve la falda estrecha y el paso corto, el escote telediario y las suecas, el onanista playero abandona el oficio por pérdida definitiva de libido en una playa nudista, y ante el auge de los afrodisiacos se venden pipas de calabaza para el pretendiente rechazado.
Tres de cada cinco matrimonios dudan de su felicidad, otro duda de la de los demás y el último, que estaba cenando, no sabe no contesta con la boca llena, la ciudad crece a lo ancho y se le aconseja dieta mediterránea, sube la edad media y baja el renacimiento.
Un tren se apea de un viajero cada siete minutos y se aleja para no llorar la partida en la estación, los columpios juegan con los niños oxidados del parque y se aprueba por real decreto la siembra de cizaña a la puerta de los colegios.
El tiempo es detenido por exceso de velocidad, el principio de incertidumbre toma ansiolíticos ante el estrés de la duda, la ley de la gravedad sigue en coma y la teoría del caos se queda castigada en su cuarto hasta que reine el orden.

Conozco a un hombre que bebe los vientos y camina por los tejados, que todas las mañanas inventa colores nuevos, abre de par en par las ventanas del estío, asoma la sonrisa ante un espejo sin reflejo, y se pregunta si será ciega la primavera en un desierto de arena…

lunes, 13 de octubre de 2008

En las aguas de Leteo

Nunca llegué a saber si se encerró en el desván de los recuerdos y echó la llave por dentro, o se guardó las caricias para sus sueños y nos dejó a cambio una mirada adornada con un gesto de paraje yermo. Sólo sé que un día, cuando la luz del atardecer prolongaba la sombra de su figura sentado en la silla de ruedas, vi por primera vez cómo los pájaros se posaron en su cabeza y no dejaron de hacerlo durante el resto del verano. Y así, mientras el niño jugaba a su lado sentado en el suelo, sentí que sus dos mundos de silencio se cruzaban sin mirarse con la indiferencia tan cálida y natural que la vida dispone y que en nuestras manos acaba por convertirse en un arma gélida.
Allí, bajo las ramas del árbol de las cenizas, poco a poco se fue transformando en otro tronco casi centenario, y como si se tratase de dos viejos amigos que ya no tienen nada que contarse y han traspasado la barrera de las palabras, uno al lado del otro, se fueron adentrando en el mundo de la silenciosa quietud por la senda de lo inevitable, mientras los demás intentábamos aprender a poner la sonrisa de las ausencias.
Se nos fue, el otoño se lo llevó, sin un gesto, aunque yo quise dibujar en mi imaginación una última sonrisa que endulzara el recuerdo. Por debajo de mis lágrimas de invierno, junto al viejo árbol de las cenizas, empecé a comprender que no hay horizontes para el camino ni destino para el viajero, que el instante es el río sobre el que se desliza nuestra vida y que aquello que dejamos atrás y todo lo que nos espera en el fondo son los abismos de la nada.
Desde entonces, cada mañana me acerco al viejo árbol, paso mis dedos por su corteza, cierro los ojos y dejo que sus ramas moribundas acunen durante unos instantes mis pensamientos. Así, lentamente, lejos de lo que aún no es y de lo que ya no está me voy sumergiendo en las cálidas aguas del ahora mientras la corriente, ni arrogante ni caritativa, sigue su curso…
A veces, en lo más alto del trapecio de la osadía, jugamos a ser la roca desafiante ante el torrente, nos sentimos poderosos, casi perpetuos, pero en realidad no somos mucho más que el simple destello fugaz de la sonrisa de un niño de arena.

martes, 23 de septiembre de 2008

A la hora de la siesta

La vida es un campo de entrenamiento cuyo objetivo es intentar ser capaz de llegar a ser niño una vez que ya has dejado de serlo.

"Cuanta más gente conozco más quiero a mi perro" (intentaré conocer a muchos perros para ver si me ocurre lo contrario).

Tengo que reconocerlo, la peor frase que te pueden decir es "podemos ser amigos", por muchos motivos, pero especialmente porque la amistad se da o no se da, nunca se planifica.

Los pensamientos muchas veces son como un bumerán que uno no lanzó pero que aun así vuelve cargado de problemas que en realidad nunca lo fueron.